Reynaldo Naranjo o el tiempo de los bueyes melancólicos
Tiene casi 80 años. Es uno de los pocos sobrevivientes de una generación para la que vida y literatura fueron inseparables. Desde su casa en un barrio popular de Lima, Reynaldo Naranjo reconstruye con nostalgia, momentos del siglo pasado: su curioso paso por la revolución cubana; su cercanía a personajes vinculados al poder político, su rol en el periodismo peruano, sus experiencias amicales y su inquebrantable amor por la poesía.
SEMBLANZA. A los 78 años, Reynaldo Naranjo escribe y trabaja en su casa en Surquillo
--Dame cuatro malcriados y una sinvergüenza.
Un auto hace explotar la bocina detrás de nosotros, en medio de la calle. Es martes por la noche en Surquillo y llueve ligeramente.
--A mí me gusta vivir en un barrio. La gente es vital. Aquí soy feliz.
El brazo del vendedor atraviesa las rejas negras para depositar en la mano del poeta una bolsa: cuatro cigarrillos, una botella de ron Cartavio y una Coca Cola.
No sé si el vendedor lo sepa, pero Reynaldo Naranjo, el menor de ocho hijos, poeta de la generación del sesenta, amigo de escritores y hombre fascinado por los recuerdos; ha vivido en este distrito incluso antes de que existieran la mayoría de negocios luminosos que llenan estas calles. Años en los que en lugar de las quintas y casas de dos o tres pisos que se levantan a lo largo de las avenidas, se extendían tapiales y chacras de japoneses, desde donde se oía el metálico zumbido del tranvía, atravesando el paisaje.
--¿Tú prefieres whisky?, pregunta el poeta.
--No, estoy bien.
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Una foto en blanco y negro aparece en la pantalla. Un puñado de caballitos de totora, hombres de mar conversan y una mujer que mira hacia la cámara con la mano izquierda posada sobre la cintura, como modelando, sirven de fondo para una escena de surrealismo melancólico: Reynaldo observa a un extraviado y nostálgico César Calvo, mientras sostiene con las dos manos un pescado que mantiene la boca abierta. Los dos, hombre y animal, parecen estar hablando, como exigiéndole a Calvo que deje de lado su instante de pesadumbre, para regresar al mundo terrenal, a ese instante, a esa playa.
--César y yo éramos como hermanos. Nuestras madres se escapaban de sus casas para ir a nuestros recitales. Te estoy hablando del año sesenta o sesenta y uno.
Reynaldo vive en constante analepsis. Desde el presente teje hilos con el pasado, y por momentos teje hilos que no se pueden rastrear. Desde su sofá anaranjado, viaja en el tiempo y a través de lugares, para remarcar alguna idea o algún sentimiento. Y a veces simplemente, pareciera estar recordándose a sí mismo las huellas de una existencia pasada. Solo hace breves pausas para sorber tragos de ron, mientras su hija Gabriela acomoda platos y tazas en la cocina.
-- Mira, yo vivía en un sitio maravilloso que me encontré no sé cómo. Estaba en la Gran Villa, donde está La Telefónica. ¿Tú conoces España no?
--No
--Pero anda pues, no jodas…
Allí en el Madrid de su juventud, recuerda que conoció a Alan García, quien entonces fungía de radical de izquierda. Se hizo amigo de la esposa del ex presidente: Pilar Nores. El padre de Reynaldo había sido aprista y había bautizado a uno de sus hijos Víctor Raúl, en homenaje a su compadre: Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). Por eso la madre de García, Anita, y la de Reynaldo eran muy amigas.
--era mi pata ese estúpido.
--¿ya no son amigos?
--¡qué voy a ser amigo de ese asesino!
Otra foto en blanco y negro: abrazados, esta vez con un fondo bucólico: Alan García, Reynaldo, Calvo, el fotógrafo Carlos “el chino” Domínguez, Arturo Corcuera. Algunos de ellos ya murieron, otros, como Reynaldo, aún sobreviven.
Junto a Carlos "El Chino" Dominguez, editó El Círculo Invisible, un libro que rescata manuscritos inéditos de escritores peruanos.
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Tercera foto: Un joven y delgado cadete de orejas largas, lleva un saco blanco y una gorra de plato del mismo color con una visera negra que sobresale. En el medio, inscrito un escudo dorado. La foto pegada en un álbum blanco de graduación, está acompañada de una descripción austera:
NARANJO GARCIA REYNALDO
Lima --- 6 de Abril de 1937. ----
Sus primeros años fueron en el Santo Tomás de Aquino----- Del Colegio
ingresará al Conservatorio Nacional para perfeccionar su voz.
- ¿Querías ser cantante?
-Ni loco. Yo no quería ser militar ni médico ni nada de esas cosas. Yo lo que no quería era que me enseñaran matemática, ni química. Menos marchar. Por eso dije eso. En la escuela te clasificaban según lo que querías ser y en mi sección estaban los que no querían ser nada y decían cualquier cosa. La sección de los “toreros” no iba a los desfiles. Tres días de desfiles, ni hablar.
Reynaldo quería ser poeta. Sin embargo, después de haber leído a Vallejo, a los poetas ingleses y a Whitman, no había nada por hacer, ya no había mucho por escribir. A los veintiún años decidió quemar todos sus poemas en una hoguera que prendió en la azotea de su casa. Incluso los que había publicado a los ocho años en el periódico mural La Abejita, del colegio dominico Santo Tomás de Aquino. Pero la desilusión duró poco. Años después en el 1965 ganaría el premio nacional de poesía con el libro Júbilos. A ese libro pertenece A un edificio en construcción:
Obreros y cemento/curiosos e ingenieros/ingresan a la gran mezcladora.
Mientras el ruido gira/va naciendo el gigante/hijo robusto
que ha de crecer/hasta el veintavo piso.
Danza de músculos/de cerebros y días.
Nos pararemos/en el piso más alto/tal los conquistadores
de las altas montañas.
Alzaremos los brazos/para tocar el cielo/y el flamante ascensor,
como nave dorada,/nos dejará en la tierra/con las manos vacías.
Vendrá la burocracia.
Gerentes, policías, /padrinos y ahijados.
Contratarán porteros/y nos serán cerradas/
las puertas que pusimos.
--Para mí el planteamiento es rescatar la palabra diaria para convertirla en palabra poética. No rechazo la metáfora porque el ser humano no puede vivir sin metáforas. Sino hacer de la palabra diaria palabra poética y hacer del poema una gran metáfora. El poema tiene que ser como un edificio en construcción.
Setenta y cinco años antes, Reynaldo había visto otro tipo de construcción desvanecerse en medio de uno de los terremotos más fuertes que ocurrió en el país.
“Algunos creyeron que se trataba de un gran camión o aplanadora que remontaba la alameda, pero ningún vehículo surgió y al ruido se sumó una trepidación. La vereda empezó a ondular, tan pronto parecía subir como bajar, al punto que trastabillamos, pues no sabíamos a qué distancia debíamos poner los pies. Alguien dijo “se nos viene el temblor”, pero cuando vimos caerse las tejas de la residencia Moreira y abrirse una grieta en su alto cerco de adobe no nos quedó duda que se trataba de un terremoto.”
ANTICUARIO. Su colección de libros antiguos acompañada de un poema dedicado a su hija Gabriela.
Así narraba Julio Ramón Ribeyro el impacto del terremoto que desmoronó la casa de la familia Naranjo en Barrios Altos. El padre de Naranjo compraría la casa en el barrio de Surquillo al empresario inmobiliario Tomás Marsano, quien por entonces ofrecía nuevas promesas de vivienda a familias afectadas. En aquella casa vive ahora con su esposa Mónica y Gabriela, su hija. Allí recibe a sus nietos, a jóvenes que lo visitan para hablar de poesía, a sus amigos. El poeta Naranjo ha vivido rodeado de amigos, ha trabajado rodeado de amigos, ha compartido su vida con amigos.
Ahora desfilan en la mesa El Circulo Invisible, Los Peruanos, Taller de Comunicación, publicaciones que elaboró junto a amigos: Chabuca Granda, Alejandro Romualdo, Juan Gonzalo Rose, El “chino” Domínguez. Todos motivados por la poesía. También están allí los discos que grabó junto a poetas como Carlos Germán Belli o Xavier Abril. Para ello tuvo que inventar un sello al que llamó Ediciones Retablo.
--Todos fueron muy amables conmigo. De todos el que mejor leía era Abril. Tuvo una vida tormentosa, pero de eso no puedo hablar. Eso no importa.
Reynaldo se resiste a la deslealtad. Hablar de la vida privada de un amigo, es una traición que no se permite.
--La vida con la poesía ha sido mucho más hermosa, a pesar de las crisis, se dice a sí mismo.
Reynaldo deja su asiento y lo veo alejarse hacia el fondo de la casa. Mientras tanto reviso el disco Poemas y Canciones que trabajó junto a César Calvo y Carlos Hayre. Vivieron dos meses juntos en casa de una amiga que les ofreció hospedaje hasta terminar el proyecto. Raúl García Zárate había declinado a la propuesta. Finalizado el trabajo, a ninguno de los tres los recibieron en sus respectivas casas. Hayre inició una historia con la cantante Alicia Maguiña, Calvo desapareció y Reynaldo continuó dedicándose a su otra labor: el periodismo.
Soltero, después de una reunión en el Haití; él, Calvo, Guillermo Thorndike y Manuel Scorza decidieron rentar un departamento en Miraflores. Ahí nacería Perú Negro. Ahí planearían la fundación del diario La República.
La puerta azul con pequeños rectángulo de cristal que separa el lado más alejado de la casa con la sala donde nos encontramos se abre de repente. Reynaldo se acerca y me entrega un papel. Hay una frase escrita en tinta azul: ¿compramos otro ron?
Asiento con la cabeza.
--Ya estoy embalado. Qué mal estoy, pero qué bien me siento-- canta.
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Es 1959. Hotel Habana Libre. El joven Naranjo está en la capital cubana con su amigo César Franco. La revolución es una realidad. Jóvenes barbudos, gente en las calles cantando. Cuba es una fiesta. Hasta allí ha llegado el poeta Nicolás Guillén a celebrar la victoria.
--Estábamos emocionados de caminar por esas calles, viendo a los milicianos y milicianas con metralleta en mano y entonces le hice a Cuba un poema. Muy corto pero muy emocionado. Llega Nicolás a visitar al hotel a las delegaciones de América Latina y cuando llega a la delegación peruana yo le entrego mi poema. El siguiente domingo mi poema aparece en una página entera en un diario. Guillén lo había llevado al diario del Partido Comunista, que era el único además. Era un poema panfletario, pero lindo. Había nacido de la experiencia de estar ahí en plena juventud metido en la revolución cubana.
Entonces el poeta Naranjo entra a la máquina del tiempo y recita en voz alta, ya entumecido por el alcohol:
Cuba morena
Dulce morena
Cañaveral en poema
Caña brava entre las bravas
A Fidel, guajiro en armas
A guillen verso y café
Y como mi patria tiene el mismo sabor de azúcar
Cuba contigo me endulzo el alma
Y contigo lloro miel.
--Luego llega un brasileño y le pone música y en las festividades se cantaba eso. Era una locura, carajo. Vámonos de acá, le decía yo a Cesítar Franco, vámonos de esta cojudez. Era un momento histórico naturalmente; y yo estaba emocionado. Y resulta que eso prendió. Y hay disco de eso. Eso es parte de la historia de la revolución cubana.
--¿Aún compartes los ideales socialistas?
-- Bueno, déjame recapitular. La gente bailaba. ¡Franco ya vámonos de aquí ya mucha bulla! La cosa era regresar. El aeropuerto estaba aquí nomas, donde era el Ministerio Del Interior.
Después de divagar, nos invade un momento de silencio, como si de pronto algo importante hubiera aterrizado en su memoria.
-- Siempre estuve y seguiré estando contra todo lo que sea injusticia o canallada. Yo soy partidario del amor, quisiera enamorarme todos los días. El daño no existe para mí. La canallada es despreciable. Más que político, soy esto, esto que he decidido ser.
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Confiesa que tiene una fascinación por la noche. Es entonces cuando escribe. Necesita medio millar de hojas bond de ochenta gramos, para consumar el ritual de la escritura: escribir cada verso en una hoja y realizar al menos seis ensayos hasta que el verso quede perfecto. No cree en la inspiración, sino en el trabajo continuo. La inspiración le parece una huachafada. No le teme a la página en blanco. Cree que escribir es un reto al que uno se enfrenta. Recuerda que su primer premio lo ganó con un cuento que tituló La Carta, porque el premio era una máquina de escribir. Piensa que escribir poesía es más difícil que escribir novela, porque es un ejercicio de síntesis. Que la poesía necesita de un ritmo, de una música interior que sostenga el poema. Admite que Whitman fue su autor favorito por mucho tiempo; lo ayudó a sobrevivir.
--Es falso eso de que hay que drogarse para escribir. Es todo lo contrario. Para escribir necesitas toda la lucidez. Hay pretextos ridículos, cuando lo mejor es la lucidez, toda la tranquilidad, toda la capacidad. Borracho cómo vas a escribir. No es tan bohemia y ridícula, para mí la literatura no es así. Ahora, si termino el poema y salió bien, ahí sí me meto una gran bomba.
Reynaldo se ríe, tose, sorbe más ron. Recuerda a Lucía una chica chilena de la juventud, a quien le dedicó un poema. Pero cuando habla de Mónica, su esposa, su rostro dibuja una sonrisa que acentúa sus rasgos.
Inmediatamente los recuerdos estallan una vez más, como un lenguaje habitual que él manipula y modela.
Me habla de sus tres hijas, de su hijo Stéphane que vive en Paris. También de sus nietos. Recuerda la vez que el crítico Alberto Escobar le pidió que hiciera un trabajo de corrección de estilo a Lecciones de Metafísica, de Luis Felipe Alarco, pero terminó corrigiendo “los conceptos” y fue reprendido. O a su amigo el psicoanalista Max Hernández, a quien llamaban desde el salón de los espejos, un bar cerca a la casona del parque universitario, para que lo fuera a recoger en la madrugada, “porque era el único que tenía un Mercedes”.
Aparecen también la memoria de su madre y padre muertos, que intercambia la cálida sonrisa por un gesto de tristeza. Abre un libro. La expresión del rostro cambia.
--Yo admiro a Quevedo. Le escribí un poema, un soneto blanco, dice. “Quien iba a imaginarse don Francisco que usted era un país, no un prisionero”--lee.
Todo este tiempo, Reynaldo ha sido un prisionero de sus abstracciones. Un prisionero de sus emociones, de sus memorias y escenas pasadas.
-- Yo tengo mala memoria permanentemente. Por eso lo reinvento todo. Mejor es que me olvide.
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Ya es de madrugada en Surquillo. En ese barrio al que muchísimos años atrás llegó con su familia huyendo de los temblores, el poeta vuelve a sentir un estremecimiento, pero esta vez por la literatura. Es un interesado en la obra de Vallejo. Se admite vallejista, pero no vallejiano, porque admira su valor poético y lo estudia, él decidió tomar otro camino con las palabras. Escribir otro tipo de poesía.
--Para mí las palabras diarias son un cofre—solía decirle a Sebastián Salazar Bondy cuando iba a visitarlo por las mañanas antes de ir a trabajar. Años después, insiste-- ese cofre yo quiero abrirlo para convertirlo en palabras poéticas—
Reynaldo peina su cabello cano, pasa sus dedos por los surcos de su rostro de setenta y ocho años. Me mira y ensaya una definición poética del tiempo:
--Sabes qué, yo no tengo tiempo, el tiempo para mi es….
Hace una pausa para depurar la imagen, como cuando revisa y pule pacientemente las palabras en las hojas bond de ochenta gramos.
-- Me imagino el tiempo como un papel celofán, donde yo no puedo hacer nada, no peso nada. Pero danzo sobre él. Porque con este papel celofán que es el tiempo, yo puedo vivir como me dé la gana. Sin que nadie moleste, sin molestar a nadie. Y si quiero lo estiro. A mi modo. Es el tiempo que yo quiero hacer. El tiempo lo hago yo.
La voz de Reynaldo modula las frases y las vuelve un cántico. Repite ideas y conceptos, pero traducidos a metáforas que teje en el instante mismo.
En la repisa que atraviesa la sala, debajo de un gran espejo donde se refleja su figura, se erige un museo de afectos. Fotografías antiguas. Probablemente de sus hijos, padres, mujeres jóvenes, recuerdos, adornos. Un museo como huella de ese amor al que dice aferrarse en oposición al poder y a la injusticia.
--Acéptame esta. No hago nunca esto. Pero acéptame esta.
Reynaldo abre una plaqueta, observa detenidamente las hojas interiores. Y de pronto habla, canta:
“Estas laderas ignoran tus batallas
Asoman solamente tus bastones
Lamidos por bueyes melancólicos…”
Cierra la plaqueta. Su mirada se pierde en algún lugar lejos de ahí.
--¿Sabes qué se me ocurre? En el tiempo vivimos entre la admiración y el temor. Así vivimos. Por eso, me refugio en mi tiempo. Huyo heroicamente y me rindo heroicamente.
Naranjo pasa la mayor parte del día en su biblioteca rodeado de sus objetos más preciados.